Las infecciones respiratorias son un conjunto de enfermedades del aparato respiratorio que suelen estar causadas por diferentes microorganismos, siendo los más frecuentes los virus y las bacterias, entre otros.

El resfriado o catarro común posiblemente sea la infección más frecuente de las vías respiratorias. Suele ser un cuadro clínico banal, siendo los virus los principales responsables de esta infección. Se transmite con facilidad y no suele tener grandes complicaciones.

La gripe, provocada por un virus, es responsable de importantes epidemias todos los años en la época invernal. Es un gran problema de salud pública por las altas tasas de morbilidad, pudiendo provocar unas complicaciones graves que elevan la mortalidad en edades extremas de la vida. Es muy contagiosa y se propaga rápidamente tanto de forma directa a través de las secreciones respiratorias como indirecta, siendo muy importante el contacto a través de las manos. Es una infección aguda, normalmente autolimitada. Se suele acompañar de fiebre alta de 39-40º, difícil en ocasiones de reducir, dolor de cabeza, dolores musculares generalizados y dolores de articulaciones, piel seca y caliente, afectación del estado general (necesidad de encamarse). Si bien las manifestaciones respiratorias no son significativas inicialmente, posteriormente comienza una tos seca molesta que luego se acompaña de esputo mucoso, estornudos, dolor al respirar,…El tratamiento consiste en reposo en cama, beber abundantes líquidos y tratamiento farmacológico sintomático. La mejor forma de evitar la gripe es la vacunación antigripal anual.

La neumonía o pulmonía, es una enfermedad muy frecuente y en ocasiones grave ya que es la primera causa de muerte por enfermedad infecciosa. Causada por bacterias o virus principalmente que penetran en nuestros pulmones a través del aire que respiramos, provocan una inflamación de una parte o de todo el pulmón. Factores como el tabaquismo, la edad avanzada, EPOC, cardiopatías, diabetes, enfermedades hepáticas, inmunodepresión (quimioterapia),mala higiene bucal, cirugías,…contribuyen como riesgo para esta enfermedad.

Solemos dividirlas en tres grupos: la neumonía adquirida en la comunidad (NAC) o extrahospitalaria, la neumonía hospitalaria (mucho más grave) y la neumonía por aspiración (paso de contenido gástrico a los pulmones por una aspiración). Los signos y síntomas clínicos más frecuentes son: fiebre con escalofríos, sudoración, dolor torácico que se incrementa cuando respiramos o al toser, tos con expulsión de moco purulento (amarillento-verdoso), dificultad para respirar, debilidad y malestar general, dolores musculares, pérdida de apetito,…

Es muy importante su diagnóstico. A través de una buena historia clínica, los ruidos característicos de la auscultación respiratoria y una radiografía de tórax, su neumólogo puede confirmar el diagnóstico y valorar la gravedad de la neumonía, aconsejando su ingreso hospitalario si procede, aunque la mayoría de las neumonías en sujetos sanos, suelen responder bien a los antibióticos orales y reposo en domicilio.

Una vez superada la neumonía, es habitual que pueda tener debilidad, tos residual, cansancio o alguna dificultad respiratoria. Suelen desaparecer con los días.

La tuberculosis (TBC) es una enfermedad infecciosa producida por el llamado “bacilo de Koch” en referencia a su descubridor. Aunque suele afectar al pulmón la mayoría de las veces, en ocasiones, puede aparecer en otras partes de nuestro organismo.

Aun siendo una enfermedad transmisible por vía aérea, el contagio no se produce con facilidad. Además, nuestro sistema defensivo en caso de contagio, establece unas barreras defensivas efectivas que hacen que sólo el 10% de los contagiados desarrollen la enfermedad en un futuro.

Los síntomas y signos más comunes son la tos, expectoración, febrícula normalmente por la tarde-noche, sudoración nocturna, pérdida de peso y apetito, fatiga.

Con la clínica, radiografía de tórax, análisis de las flemas (cultivo de esputo), podemos llegar en la mayoría de los casos a su diagnóstico.

El tratamiento consiste en la toma de unos antibióticos específicos, durante unos meses, con controles periódicos mediante analítica de sangre (control del hígado), radiografía de tórax y análisis de esputo. Suele ser muy eficaz, siempre que no se produzca un abandono precoz del mismo, lo que provocaría recaída  de la enfermedad y resistencias al tratamiento.